viernes, 6 de mayo de 2011

*[La escritura y sus virtudes]*

Cuando atravesé la puerta me extrañé ante la ausencia de olor. No es que esperase un olor concreto, pero sí a algo de comer. Siempre que volvía de trabajar, y como ella trabajaba por las mañanas, solía encontrarme el dúplex almizclado de olores. Una armonía perfecta entre el aroma de las sales minerales del baño que ibamos a tomar y los efluvios de lo que se cocinaba en el horno. Bien podía ser pescado, carne, verduras o el postre. A veces pensaba que variaba a diario por sorprenderme, pero lo cierto es que residía en la manera tan natural que tenía de ser efímera, inestable y escurridiza.
Me dirigí al salón guiado por el sonido de las teclas. Al llegar me la encontré en la esquina, detrás del piano, y con mil folios desparramados por el suelo. Sentada de forma irracional -rayando lo incómodo- se aferraba a la máquina de escribir compulsivamente. Conocía esa inspiración fugaz, pues yo también la sufría, y sabía cuan productivo podía ser expremirla, así que intenté no hacer mucho ruido y dejarla terminar.
Descubrí el fin del frenesí cuando se quedo quieta delante del último folio, lo sostuvo entre sus blancas manos, lo releyó varias veces y miró a su alrededor hasta descubrirme a mí.
Eran esos momentos los que aún a día de hoy no sabría describir. Al terminar de escribir su mente encabalgaba entre lo real y lo ficticio y se confundía de manera artificiosa en sus excesos teatrales. Todavía le quedaban retales de emociones enfundadas en tinta, siendo los minutos posteriores a su creación literaria los más vívidos, los más, si se me permite decirlo, realmente exaltados. Dependía de la sensación última, si era dolor, amor, o amargura el estado que la definía esa noche.
Me agaché a recoger alguno de aquellos folios. Éramos nosotros, en ese preciso instante, y no tardé mucho en entender qué quería, pues al alzar la vista la contemplé estirando sus manos hacia mí.
La agarré con mucho cuidado y la tiré entre los folios, tal y como había escrito. Acaricié con el dorso de mi mano la perfección del óvalo de su cara y seguí por el cuello, descendiendo después por el esternón hasta llegar al dobladillo de su camiseta. Jadeaba nerviosa, como cada vez que apreciaba en mi mirar intenciones poco ortodoxas. Una vez más se encontraba desnuda ante mí. Y no me refiero a la desnudez carnal, que tan poco le suponía y tan banal era, sino a la desnudez emocional. La besé mientras temblaba y cerraba los ojos con fijación. Decidí apartarme a apreciarla, cosa que la relajó notablemente. Cuando abrió pesadamente los ojos, más tranquila, los tenía como vidriosos, como huidizos y a la vez tenaces. Puso la mano en mi cuello y me acercó hacia ella, entreabriendo la boca. Era pequeña, húmeda y cálida. Se me iba entre las manos, como la arena del mar. Y sin embargo, se quedaba en ellas y me arrastraba. Poco a poco, junto a los folios, fue apilándose nuestra ropa. Sus mejillas encendidas era lo único luminoso entre aquel enjambre de abejas que me recorría todo el cuerpo. Su pecho subía y bajaba en el poco espacio que la alejaba de mí. Hasta que no quedó espacio y fuimos un sólo ser, que sentía lo mismo. Que no pensaba, que no sabía. Éramos una simple sensación, un único olor, un espacio. Éramos complicidad y aliento, saliva y calor.
Éramos ella.
Éramos yo.

La levanté con ternura, y la llevé a la cama, observando el pudor que la recorría al sentirse desnuda y desnudada. La tumbé y con ella yo. Me dejé ir entre sus rizos, sus pestañas, su olor y me dormí en el pequeño hueco que separaba sus dientes. Soñé con ella, agazapada entre mis pies, viendo como se nos pasaba la vida escribiéndonos mientras nos amábamos y amándonos mientras nos escribíamos.

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