domingo, 22 de mayo de 2011

*[I]*

Se despertó pensando en lo tarde era y lo poco que podría aprovechar la mañana. La calidez de las sábanas de franela se contraponía al frío del mármol que habría de pisar si decidía levantarse. No tenía hambre, ni sed, ni sentía la necesidad acuciante de realizar ninguna otra actividad vital, por lo que prefirió quedarse un poco más perdiéndose en la inmensidad de aquel nórdico de Ikea, que pese a haberle costada nada y menos resultaba bastante reconfortante. O quizá fuese precisamente el hecho que resaltaba su comodidad el poco dinero que se había trenido que pagar por él. Aunque sinceramente si tuviese que elegir se quedaría con el juego de cama de la habitación de casa de sus padres. La independencia traía consigo el pago de una incomodidad en cobro de cierto tipo de libertad, que no toda. A ella no le importaba lavarse la ropa a si misma, planchar o hacer de comer si con ello conseguía fijar el horario a su tirmo y comer cuando le apeteciera, que no eran muchas veces. Además, la visión que le aportaba esa independencia era totalmente revolucionaria: le había cogido el gusto a realizar las actividades domésticas. Dejada a la rutina pasaba la tarde inmersa en sus pensamientos con las manos ocupadas, lo que le parecía aún mañanas reconfortante. Ser útil aún estando en su propio mundo. Una utilidad que nunca había sentido conviviendo en familia, pues ese mundo propio la aislaba de tal forma que su sola presencia bastaba como estobo, como molestia. Toda su vida había sentido que algo no encajaba, que ella no encajaba, y probablemente fuese cierto. Había días en los que no tenía nada que decir y acababa ofendiendo a todos los que se sentían ignorados, pudiendo ser también culpable la susceptibilidad de estos últimos. Otros, cuando no callaba, corrpía con saña la paciencia de aquellos que no tenían ningún interés real en escucharla, pero eran tan corteses como para oir sus sandeces un rato. Lo malo venía cuando el rato superaba la hora. Frases cortantes de todo tipo, respuestas que, al fin de cuentas, desconcertaban a una adolescente que tyodavía estaba maravillada ante los milagros de la vida. No obstante, si tantos rehuían su coloquio, si tantos se desganaban con sus descubrimientos, debía ser por algo. Así fue como poco a poco, de manera casi imperceptible, fue desilusionándose y abandonando la pasión que sentía por lo que la rodeaba, y con ello aumentaron los días de silencio y las tardes enclaustrada en su mundo. El breve tiempo que llevaba sola, había servido para reavivar esa llama sin llegar aún a prenderla. Pero ella interiormente ansiaba que la llamita, lejos de consumirse, quemara toda su visión actual del mundo, pues cabría entonces la posibilidad de hacerlo resurgir de sus cenizas, como si de un ave fénix se tratase, pese a la corrompida imagen gris que pululaba ennegreciendo todas sus opiniones sobre la realidad.
Pese a todo, la utilidad de esas tareas desembocaba en su capacidad de supervivencia, del mantenimiento de su propio ser. Antes que pensar en lo egoísta de sus consideraciones, escogió la opción de creerse, tras una vida de inservibilidad absoluta, autosuficiente, y esto le bastó.
El tiempo que naufragaba en su cama lo consideró una inversión pero no tardó en acecharla la conciencia, el Pepito grillo particular que habitaba en su cerebro y la instaba a realizar frenéticamente un cúmulo de tareas desorbitado a fin de que llegara a ser alguien en la vida. Porque para ser alguien en la vida, según le habían enseñado, era necesario sacrificar los domingos.
Se dirigió a la cocina a tomarse un café y al ver la nevera vacía una sonrisa triste le afloró en el rostro. Había pocas cosas que la inquietaran más en la vida que una nevera vacía, pues la comida significaba vida, y la ausencia de ella, algo no muy bueno. No muy bueno si veías la enfermedad o la muerte como lo que realmente son: parte de dolor, indiferencia e inexistencia, y no como algo excitante al alcance de todos. Tampoco era que ella sintiese miedo a la muerte, no superior al habitual, el normal. Simplemente le resultaba lejano. Mientras el café se calentaba fue al baño a asearse y saludó a la muerte en el espejo, le dio los buenos días y se lavó la cara para vivificarla un poco, pero sólo consiguió que, tras el frescor del agua, la piel se le enrojeciera y los ojos se le achicasen.

To be continued...

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