viernes, 19 de julio de 2019

Misofonía

Carecía de modales en la mesa.

La primera vez que le vi comer, me chocó. Sentí asco. Horror. Ante mis ojos, el ser inteligente que había estado a mi lado se desvelaba un animal.

No sabía cómo afrontarlo. Cómo evitar, a partir de aquel momento, que mi idea de él se desdibujara en cuanto nos sentábamos a la mesa.

Cómo restarte importancia a sus manos hundiéndose en los jugos, a su boca visible, sus dedos hurgando, sus gases, su inapetencia de postura, su ansiedad de mordida. No sabía.

Y no supe hasta que lo entendí. Fue como una revelación. Una revelación liberadora:

Comía como pensaba, como bailaba, como reía. Sin complejos y con arrojo. Comía como follaba. Sin remilgos ni convenciones. Con vehemencia. Con desgana. Con desgarro.

Todo cambió, claro. Sucede con las revelaciones como con los fracasos; que una vez que los padeces, tu confianza en ti – y en lo que creías – no vuelve a ser la misma.

Ahora le quiero sin modales en mi mesa. Sin remilgos en la cama, sin disculpas en el debate ni excusas en la convicción. Le quiero como es cuando la libertad no le constriñe, cuando la identidad no le aprieta, cuando la educación no se interpone a la imaginación.

Le quiero cuando parece un niño salvaje y temeroso.

Y asumiré su no disciplina como propia para deseducarme. Seré su casa y su caos. El vórtice de su abismo cruel, el punto mismo en que habita la esperanza. Seré su nana, su regazo y su fin del mundo.