miércoles, 4 de mayo de 2011

*[Trece kilómetros]*

El tener una tarde por delante y no demasiadas ganas de llegar a casa fueron los principales motivos que la condujeron a decidir caminar aquellas dos horas, aunque no contó con el chaparrón.
Aquella tarde, esperando a un autobus impuntual- como era de costumbre-, se dio cuenta de que pese a haber estado en la otra punta de Europa, nunca había cruzado las bifurcaciones de los pueblos que transitaba normalmente. Antes de seguir con aquella hipocresía prefirió tomar medidas. Serían unos trece kilómetros, pero ella no tenía prisa.
Sóla por la calle se sentía independiente, en lugar de asustada. No llevaba móvil, y tampoco nadie sabía dónde localizarla. Estaba sóla frente al mundo.
Un leve chirimiri-calabobos le presagió la tromba de agua que la cegaría después, pero decidió ignorarlo pues hacía suficiente calor como para disipar cualquier otro pensamiento.
Comenzó a llover en el tramo menos adecuado, cuando la carretera dejó paso al albero, entre una comarca y otra. No obstante, el barro y sus dificultades le parecieron entretenidas. Saltando de malashierbas a trozos de roca consiguió alcanzar, como si fuera la orilla contraria de un río, el otro tramo de asfalto.
Algunos coches pararon, conmiserados, a salvar a la pequeña chica que vestía de corto sin paraguas. Sin embargo, ella con una sonrisa les negaba la petición, no por desconfianza, sino por placer. Ya se había decidido a llegar a pie.
Allí, esa tarde, tuvo la certeza de que el mundo no tenía nada que hacer frente a ella. Se lo podría comer si quisiera. Sin sentido o con él.
Lo que otros considerarían como una locura innecesaria capaz de provocar una gripe inminente en cualquiera, ella lo veía como un acto de romanticismo y conexión con el mundo.
Llegó empapada no sólo de agua, sino de olor a mojado, antojo de libertad y alardes de grandeza.

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