martes, 2 de junio de 2020

La noche que nos vimos desnudos

Cuando nos vimos desnudos no vi tu cuerpo, solo vi colores.
Verde tu muñeca, rojo tu muslo, rosa tu gemelo.
Navegué en un barco antiguo por un Mar escrito con Eme y nadé con cocodrilos.
Aquella noche me otorgaste un poder tan antiguo, tan milenario, como el de la Dama del Biscione.
Con él leí entre líneas tu dedo. Resoné en los versos de tus costillas una y otra vez, como si fuera prosa.
Dios nos odiaba, pero nosotros nos amamos como tormentas que colapsan.
Con la rabia de dos lobos que aúllan a la luna que no ven. No importaba. Nada importaba, de hecho. Nunca nada ha importado tan poco. Ni tú, ni yo, ni el mundo. Este mundo que está enfermo y al que pusimos el termómetro con inocencia. Pero me decías en susurros que yo era tu última esperanza y me lo creí.
Nos bebimos enteros, nos devoramos como si la carne fuera algo nuevo. Nos sentimos bien, como los Gorillaz, y nos coronamos varias veces.
Y al final volé, pero fue un vuelo negro como el del cuervo. No presagiaba nada bueno: Ahora no estás y las líneas de tu cuerpo se difuminan en el recuerdo. Las palabras que me susurrabas han perdido su significado. 

Sin embargo, me queda un único consuelo. Y es que aunque me quedara ciega, aunque no pudiera mirar las fotos que te hacen eterno, tus colores seguirían brillando en mi mente tan nítidos como el primer día que nos vimos desnudos.