martes, 24 de diciembre de 2013

En un momento perdí una vida



Mi futuro ardía a 451 grados Fahrenheit. pero nadie percibía el incendio.
Mi piel quemaba, el humo ascendía y arañaba mis córneas, pero nadie apagaba las llamas.
El fuego se propagaba por todo un año, pero nadie podía apagarlo.
No pude salvar ni uno de los meses que me había reservado, ni una de las palabras que querría haber dicho. Se consumieron mis nuevos amigos, todos los pasos que iba a dar. La ciudad incierta quedó cubierta por cenizas. Mi Pompeya parecía el Big Ben o el Parlamento Europeo. La ópera de Sídney, tal vez.


jueves, 5 de diciembre de 2013

El azul duele, pero no es nuevo

Las uñas me duelen en un azul infinito
jirones de zafiro se precipitan por mi garganta.
Quizá pueda ver con otros ojos mañana
la luz que me ciega
esta noche.
Tú te vuelves opaco y robas mis óvulos como un Saturno despiadado.
Yo me escondo de tus encantos y tus asfixias, pero puede la bondad falsa
de tus ojos.
Las uñas duelen en un azul que no existe.

lunes, 2 de diciembre de 2013

La pesadilla de los conejos

No era más que una bola de pelo suspendida en el aire. Saltó un par de veces de una idea a otra y se fue dejando olor a animal.




Había algo que no dejaba de inquietarme con el paso de las horas. ¿Qué podría ser? ¿Habría dejado la calefacción encendida? ¿Había cogido las llaves antes de salir de casa?
Todo en orden. Y sin embargo, la sensación persistía.
Estudié sin descanso un par de horas y procuré llegar al penúltimo autobús que me llevara a casa.
A mi lado se sentó un hombre mayor que no paraba de mirarme.

- ¿Te gustan los animales, chica? Nosotros teníamos cerdos y pollos en casa cuando era pequeño. Me lo pasaba en grande corriendo detrás de las gallinas y llevando a los gorrinos a comer al monte. También teníamos conejos, pero como criaban rápido no dábamos a basto para comérnoslos a todos. Mi padre me enseño a despellejarlos con seis años. Matar conejos no era tan sencillo como matar pollos. Siempre intentaban saltar. Pero qué buenos estaban, con su arroz y su caldito. En el campo teníamos tantos huevos que se los regalábamos a los vecinos. Algunos nos daban pan y otros leche. Y no hacia falta ir a la ciudad para nada. Pero los días eran muy largos, sí. Yo apenas fui al colegio. Y ni falta que me ha hecho. Ahora ninguno sabéis matar un conejo en condiciones.

Llegar a casa y abandonar la conversación fue un alivio. Encontrar un reguero de sangre en la escalera, no.
Subí siguiendo el rastro rojo y espeso hasta la puerta de mi habitación. Apenas pude asir el pomo sin temblar. Cuando entré, el olor era insoportable. A los pies de mi cama encontré un trozo de piel sanguinolento; tumbado en ella, un conejo despellejado miraba al techo.