lunes, 26 de diciembre de 2011

*[Hallelujah]*

"Detengamos el tiempo" me susurraste al oído.
Fue entonces cuando comprendí que el amor sólo duraba un "aquí y ahora" y que nadie sabía si el año que viene nuestros caminos tomarían senderos separados.
Me llevé hasta las doce de la noche del 31 de diciembre intentando detener las agujas del reloj. Consulté manuales, visité a un chamán, trepé al Big Ben, invoqué a la naturaleza, lloré todas y cada una de las horas que se me iban escapando.
Cuando sonaron los cuatro cuartos mi corazón empezó a acelerarse a un ritmo vertiginoso. Las seis primeras campanadas consiguieron que una atea rezara por el amor eterno. Acudí a todos los dioses que se me ocurrieron, les prometí, les juré, y nada, las uvas seguían consumiéndose. Las últimas seis campanadas le rogué al diablo, como última alternativa. Hacer un pacto con el demonio entraba en mis planes. Para qué iba yo a querer un alma si tú no estabas a mi lado. Pero nada. Nada.
Me quedé sentada mientras mis familiares me zarandeaban, me felicitaban el año nuevo y me deseaban toda la suerte del mundo. En cierto modo, iba a necesitarla.
Viniste a mí, a besarme, henchido de amor. Era tanto el tiempo que te había sentido perdido, tanto el tiempo que había sufrido por conservarte, tanto el tiempo que había elevado tu figura a algo eterno, que cuando quise besarte había demasiado dolor en mi alma como para seguir amándote. Y ya no volví a hacerlo. Nuestro "aquí y ahora" terminó aquel año, aunque nuestro amor siguiera siendo eterno.

sábado, 24 de diciembre de 2011

*[Xmas Time]*

Llevo días intentando poner en orden mis ideas.
Todo el mundo quiere vislumbrar en sus ojos algo del espíritu navideño que me sobra. "Marina", dicen, "haznos entender tu ilusión por la Navidad". Parece que está de moda odiar la Navidad, ser el Grinch, gritarle a los niños que los Reyes Magos no existen, ir contra el sistema.
Me dicen, también, que ésta es una época triste porque no están con nosotros algunos a los que queríamos, o seguimos queriendo. No obstante, tampoco lo están el resto del año.
La Navidad es hermosa. Todo brilla. La luz y los colores te absorven, la comida es amena, abundante, variada, y está permitido hincharse a porquerías siempre que no rebases el peso de Papá Noel. La gente es simpática, las canciones son cálidas, las películas emotivas y los días, festivos.
Normalmente hace frío. Normalmente, porque aquí aún parece octubre. Puedes llegar a casa, tirarte con una leche caliente con canela y cacao y leer toda la tarde tapada con una manta. O arroparte con los que más quieres.
Los chalecos son de cuello vuelto y el dinero deja su prepotencia a un lado para convertirse en cajas envueltas con lazos brillantes. Los anuncios hacen llorar y las sonrisas vuelan.
La Navidad es mi periodo favorito del año, y sí, me han pasado cosas malas en estas fechas, pero no las asocio. Podrían haber pasado en verano también.  Nunca he dejado que nada ni nadie me amargue la inocencia que me embruja estos días.
Y dejo de escribir, que estoy desperdiciando minutos de exprimir mi Navidad.

domingo, 18 de diciembre de 2011

*[Caprichos]*

Dame más café, más café que esta triste taza. La cafeína me permitirá verte de nuevo hasta que despunte el alba. Te miraré al final de la noche y al comienzo de la misma.
Dame más calor, más calor que esta triste sábana de franela naranja. El calor me recordará que el frío a tu lado no existe. Ni en tu París, ni en mi Nueva York, ni en cada uno de los lugares en los que podamos despertar desorientados.
Dame más olor, más olor que este triste champú de supermercado. El perfume de tu sudor me arrancará las pocas ganas de moverme de este país sin nombre que delimitan los cuatros costados de tu cama.
Dame más conversación, más conversación que este triste blog. La república empieza en tu mochila y termina en mi clítoris.
Que no se entere el mundo de todo lo que me das, o me tomarán por una consentida.

*[Tú]*

Para que Neruda escribiese la canción de amor desesperado, antes tuvo que hurgarse - de nuevo - sus veinte dolores y apuñalarlos en forma de poemas. Por eso, antes de ti, tuve que vivir ese mal recuerdo que toda muchacha tiene.
Siempre me habían dicho que el amor debía ser sencillo y fácil, pero me negaba a verlo así. Y me alegro de ello.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

*["La culpabilidad como silogismo" parte I]*

El problema venía del cinismo, o eso pensaba yo.
La gente tiende a echarle la culpa a algo, pero la culpa no existe. La idea, el concepto, se queda en nada. La realidad no es más que una concatenación de circunstancias entrelazadas. Tú estás en el centro de la madeja y tiras y aflojas como todos los demás. Tus acciones repercuten en aquellas vidas, indirecta o directamente. Un asesino puede tener la culpa si apuñala a sabiendas a alguien, pero, si va en coche y le dan por el maletero en una rotonda haciendo que su coche atropelle a otro no tiene la culpa. Podría haber estado más atento, tal vez, o jugar mejor con sus reflejos, pero el no tenía intención de nada. Como tampoco lo tenía el que chocó. O sí. Esas culpas me parecen un tanto viscerales.
La culpa no existe. Esa afirmación me ha hecho ganar mucho tiempo a lo largo de los años. No busco asesinos o malas personas por el mundo. Simplemente me dedico a evitar los problemas y no pararme a indagar el caso y castigar al culpable. Una vida sin culpa es una vida sin odio. El odio corroe, el odio crepita, el odio perdura. Y yo no quiero nada de eso. Los problemas no hay que acusarlos, ya vienen solos.
Toda esa teoría del odio y la culpa, de las circunstancias y las consecuencias no es más que una excusa. No para mí, claro está. Es una excusa para los que me consideran, en todos los sentidos de la palabra, culpable.

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Salí temprano de la casa de Mark, dejándolo entre las sábanas, con olor a pasión lasciva aún. Sólo quería ducharme y beber algo caliente. Él estaba acostumbrado a dormir en invierno casi sin ropa de cama, mi piel se quejaba. Al principio no notaba el frío, porque mi cuerpo estaba caliente tras el acto y él me arropaba, pero cuando la noche avanzaba y cambiábamos de posición él conservaba su calor y el mío se desprendía. Esa soy yo, la que tira de la manta y sigue helada. Los pies como cubitos, porque no me gusta hacerlo con calcetines. No culpo a Mark por no poner un nórdico, ni por no despertarse en medio de la noche a contemplarme dormida y velar por mi bienestar. Si se levantase y me observara se daría cuenta de que hablo en sueños y es el nombre de otras personas el que murmuro, no el suyo. La noche habría sido más corta, también, si el hubiese sabido tocarme. Los hombres son rudos a veces. Inclinado sobre besarme o morderme elegía los dientes, siempre. De pronto empezaba a hablar, diciéndolo todo de un tirón, sin guardarse misterios y cuentos chinos para el postre. Andaba por mi vientre con los ojos vidriosos, cada día más ligero de manos. ¿Sinceridad? Cuidado con la palabra. Ese no era nuestro convenio dos meses atrás. Realmente obviamos el pasado y toda su cubertería. Lo pactamos, aunque fuese difícil abolirlo. La sinceridad nos llevaría a odiarnos un poco. ¿Qué es la sinceridad? A fin de cuentas... que yo le diga lo que no me gusta y él lo que querría de verdad, que es lo mismo. "Por favor, ¿podrías apagar la luz? Lo prefiero así" y respondería que él prefiere verme desnuda. Saldría perdiendo uno. Eso lo dejaba momentáneamente tranquilo, el arrugar con los dedos el papel que le había dado unos días atrás con un te quiero escrito en una de las caras. Un poco de mentira piadosa no hace mal a nadie. Además yo le quería, según se mirara. ¿Cómo sabe si es verdad un te quiero alguien que no ama? No todo ese periodo estuvo dominado por mis aires de dominadora y sus aires de dominado. Esa paz ya resuelta y casi definitiva que pesaba en su cama, le dejaba conforme con nuestro pequeño destino y un poco torpe debido a mi insomnio. No obstante, no era su culpa.

Por la calle contemplaba mis propios pasos. Siempre había tenido la supersticiosa diversión de esquivar determinadas baldosas, a las que iba señalando inconvenientes, improvisando augurios. Pero no le estaba poniendo mucho esmero. Pisé una de las prohibidas y pegué un grito delicioso, pero corto, sin ecos. La calle estaba sola. Me puse a pensar en las cosas ridículas que había leído sobre las aceras solitarias, sobre las farolas, sobre la madrugada, y me sentí capaz de avergonzarme por ellas. Acaso estaba orando, arrepintiéndome de los automóviles y mi ropa, de todo mi pecado. Cuando mi mente alcanzaba el siguiente disparate, reconocí la puerta. Mi casa era asimismo una idea poco satisfactoria, pero francamente práctica. Me quedaba el problema de qué hacer ahora con el pasado. No era cosa de alimentarlo en silencio ni de estrangularlo. Mi incomunicable silencio se estiraba en la calle, así que decidí entrar.

jueves, 1 de diciembre de 2011

*[La suavidad y sus consecuencias]*

Puedes llevarte toda la vida vistiéndote con prendas de mimbre. No acusas al mimbre de áspero, pues no conoces otra cosa.
Pero llega el día en el que te enfundas en seda y su tacto te envuelve, te lleva, te arropa. Y ya nada vuelve a ser lo mismo.
Pues eso sentí con sus labios. Eso mismo.