miércoles, 7 de diciembre de 2011

*["La culpabilidad como silogismo" parte I]*

El problema venía del cinismo, o eso pensaba yo.
La gente tiende a echarle la culpa a algo, pero la culpa no existe. La idea, el concepto, se queda en nada. La realidad no es más que una concatenación de circunstancias entrelazadas. Tú estás en el centro de la madeja y tiras y aflojas como todos los demás. Tus acciones repercuten en aquellas vidas, indirecta o directamente. Un asesino puede tener la culpa si apuñala a sabiendas a alguien, pero, si va en coche y le dan por el maletero en una rotonda haciendo que su coche atropelle a otro no tiene la culpa. Podría haber estado más atento, tal vez, o jugar mejor con sus reflejos, pero el no tenía intención de nada. Como tampoco lo tenía el que chocó. O sí. Esas culpas me parecen un tanto viscerales.
La culpa no existe. Esa afirmación me ha hecho ganar mucho tiempo a lo largo de los años. No busco asesinos o malas personas por el mundo. Simplemente me dedico a evitar los problemas y no pararme a indagar el caso y castigar al culpable. Una vida sin culpa es una vida sin odio. El odio corroe, el odio crepita, el odio perdura. Y yo no quiero nada de eso. Los problemas no hay que acusarlos, ya vienen solos.
Toda esa teoría del odio y la culpa, de las circunstancias y las consecuencias no es más que una excusa. No para mí, claro está. Es una excusa para los que me consideran, en todos los sentidos de la palabra, culpable.

                                                                         -------------

Salí temprano de la casa de Mark, dejándolo entre las sábanas, con olor a pasión lasciva aún. Sólo quería ducharme y beber algo caliente. Él estaba acostumbrado a dormir en invierno casi sin ropa de cama, mi piel se quejaba. Al principio no notaba el frío, porque mi cuerpo estaba caliente tras el acto y él me arropaba, pero cuando la noche avanzaba y cambiábamos de posición él conservaba su calor y el mío se desprendía. Esa soy yo, la que tira de la manta y sigue helada. Los pies como cubitos, porque no me gusta hacerlo con calcetines. No culpo a Mark por no poner un nórdico, ni por no despertarse en medio de la noche a contemplarme dormida y velar por mi bienestar. Si se levantase y me observara se daría cuenta de que hablo en sueños y es el nombre de otras personas el que murmuro, no el suyo. La noche habría sido más corta, también, si el hubiese sabido tocarme. Los hombres son rudos a veces. Inclinado sobre besarme o morderme elegía los dientes, siempre. De pronto empezaba a hablar, diciéndolo todo de un tirón, sin guardarse misterios y cuentos chinos para el postre. Andaba por mi vientre con los ojos vidriosos, cada día más ligero de manos. ¿Sinceridad? Cuidado con la palabra. Ese no era nuestro convenio dos meses atrás. Realmente obviamos el pasado y toda su cubertería. Lo pactamos, aunque fuese difícil abolirlo. La sinceridad nos llevaría a odiarnos un poco. ¿Qué es la sinceridad? A fin de cuentas... que yo le diga lo que no me gusta y él lo que querría de verdad, que es lo mismo. "Por favor, ¿podrías apagar la luz? Lo prefiero así" y respondería que él prefiere verme desnuda. Saldría perdiendo uno. Eso lo dejaba momentáneamente tranquilo, el arrugar con los dedos el papel que le había dado unos días atrás con un te quiero escrito en una de las caras. Un poco de mentira piadosa no hace mal a nadie. Además yo le quería, según se mirara. ¿Cómo sabe si es verdad un te quiero alguien que no ama? No todo ese periodo estuvo dominado por mis aires de dominadora y sus aires de dominado. Esa paz ya resuelta y casi definitiva que pesaba en su cama, le dejaba conforme con nuestro pequeño destino y un poco torpe debido a mi insomnio. No obstante, no era su culpa.

Por la calle contemplaba mis propios pasos. Siempre había tenido la supersticiosa diversión de esquivar determinadas baldosas, a las que iba señalando inconvenientes, improvisando augurios. Pero no le estaba poniendo mucho esmero. Pisé una de las prohibidas y pegué un grito delicioso, pero corto, sin ecos. La calle estaba sola. Me puse a pensar en las cosas ridículas que había leído sobre las aceras solitarias, sobre las farolas, sobre la madrugada, y me sentí capaz de avergonzarme por ellas. Acaso estaba orando, arrepintiéndome de los automóviles y mi ropa, de todo mi pecado. Cuando mi mente alcanzaba el siguiente disparate, reconocí la puerta. Mi casa era asimismo una idea poco satisfactoria, pero francamente práctica. Me quedaba el problema de qué hacer ahora con el pasado. No era cosa de alimentarlo en silencio ni de estrangularlo. Mi incomunicable silencio se estiraba en la calle, así que decidí entrar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario