martes, 21 de junio de 2011

*[II]*

Una vez controlado el tema de las ojeras con cuatro brochetazos de corrector, consideró oportuno retirar el café del fuego. Sí, del fuego. No le gustaban los microondas, que pese a ser prácticos, dejaban al calentar un sabor a ralentizado en las comidas. Miró por la ventana de la cocina, que daba al patio interior, mientras bebía, intuyendo el color preferido de sus vecinos por el color de la ropa interior que usaban y, al terminárselo, se puso unos vaqueros, cogió un libro y echó a andar escaleras abajo. Pilló el primer bus y se marchó a Sevilla, con la música a todo volumen, para que así se ensordeciera el volumen de su propio pensamiento. Los viajes en cualquier transporte público la calmaban, si eran de vuelta, pero la alteraban, si se trataba de la ida. Aunque eso depende de que se considere ida o vuelta.
Al llegar a la estación empezó a buscar la cara de los viajeros que se sentaban a esperar en los bancos, o incluso el suelo. Le encantaba, desde que era niña, jugar a inventarse los por qué de cada uno de los viajes que les aguardaban. Había viajado tanto que se conocía la ruta de todas las líneas de autobús y creía intuir de forma más o menos concisa la relación que había entre el destino y el destinado. Al salir de la estación, visiblemente excitada, se dirigió a los jardines de Murillo, en un intento de encontrar un lugar tranquilo y silencioso donde leer desparramada.
Enfrascada en su lectura estaba cuando un ruido la sobresaltó. Un ruido cercano entre los arriates que circundaban su banco de cerámica pegado a la pared trasera de los alcázares. Demasiado fuerte como para haber sido provocado por una lagartija que se moviese entre las enredaderas. Y cada vez más cercano. Intentó reponerse al pánico que le daba no saber con qué trataba haciendo como si no pasase nada. Como el ruido cesó, dejó de darle importancia hasta que una pareja de personas pasaron por su lado mirando de reojo. Más tarde, tres japoneses empezaron a hacer aspavientos y a señalar en su dirección, y por último, dos alemanes comenzaron a hablar de forma acelerada al caminar por allí. Se asomó, no sin cierto reparo, al pequeño jardincito que la rodeaba y enfocó la vista hasta encontrar el motivo de la agitación. "Ah, así que eras tú" pensó. "Un momento, en Sevilla no hay ardillas...¿no?". Aquel animal que la observaba, frente por frente, tenía la forma de una ardilla, la cabeza de un hámster gigante, y era ciertamente bonito. Bonito para aquel que disfrutase observando un hámster o una cobaya. Aguardó impaciente, y como el bicho no se movía, produjo un leve siseo a ver si le veía la cola. El animal, asustado, corrió encaramándose a las enredaderas de la pared de un salto y dejó ver una cola larga y sin pelos. "Anda, pues que rata más bonita". Dejó de leer allí, por cuestiones de higiene, y se echó a andar, satisfecha. Nunca había visto una rata, pero sería capaz de tener a una de mascota sin chillar de pánico. Para asquerosas, las cucarachas. "Voy a escribirlo en el blog: Estaba sola cuando...sí sola, sola porque...y no tengo que dar el por qué, es mi blog y cuento lo que me da la gana"
"Qué gracia, las ratas son de verdad bonitas".

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