sábado, 6 de agosto de 2011

*[Monstruos de caramelo]*

En la oscuridad no se distinguen bien las sombras. Ese es el motivo principal que rige el miedo infantil a los monstruos de armario o de cama.

Estaba yo tapada con mi sábana, no sin cierta calor -era agosto-, mirando al techo y pensando en mis cosas cuando entró una brisa por la ventana moviendo a su paso las finas cortinas de mi balcón. Aunque al principio me pareció agradable un soplo de aire algo más fresco al poco tiempo empecé a extañarme por lo gélido en que se estaba tornando el viento. Podría abogar sin rodeos que aquel clima pertenecía a un mes más frío, como por ejemplo enero.
Me levanté, cerré el ventanal y me tapé, además, con la colcha. Habían pasado unos minutos, en los cuales Morfeo había tanteado ya mi somnoliencia y me estaba cogiendo en brazos, cuando un sonido me sobresaltó. Miré a un lado y otro y creí distinguir una forma inconclusa corriendo por el suelo de mi habitación y metiéndose debajo de mi cama. Me convencí a mí misma de que aquello habría sido una ilusión, que los monstruos no existen y que en la parte que comprendía el espacio entre mi somier y el suelo tan sólo habrían unas pocas pelusas que atestiguaran la pereza que me da agacharme cuando limpio el cuarto. Como todo se había calmado decidí reprenderme a mí misma por haberme comportado de esa manera. No se me ocurrió otro modo de demostrarme lo irracional del acto que metiendo la mano debajo de mi cama y comprobando, que efectivamente, allí no había ni rastro de presencias oscuras, ni seres deformes de alcoba, ni personajes de series animadas de Pixar. Pero no fue así: Al introducir los dedos tras la tela sobrante que colgaba de mis sábanas pude acariciar, sin duda, lo que era una superficie rugosa y viscosa que se movía e incluso, si te detenías a escuchar, respiraba con cierta dificultad.
Aparté la mano lentamente en un tembloroso ataque de pánico y me la acerqué a la cara para intentar ver o discernir qué era aquel líquido untuoso que se dispersaba por mis dedos. No pude observarlo, pero sí olerlo. Quiero decir que no me siento orgullosa de lo que voy a decir a continuación, no obstante es un requisito para el desenlace de la historia por lo que no me queda más remedio. Como el olor me extrañó, me acerqué el índice a los labios y lamí, sólo para comprobar que mis sospechas olfativas eran ciertas: Aquello sabía a merengue.
Suspiré, entonces, aliviada y me dormí plácidamente porque, ¿quién le tiene miedo a un monstruo que sabe a postre?


No hay comentarios:

Publicar un comentario