domingo, 13 de febrero de 2011

*[Sujetadores para Peces]*

De espaldas a mí, el tirante de su sujetador le caía por el hombro. Podría clasificarla según el sujetador que usase. Sólo era mía cuando se ponía sujetadores blancos.
Al borde de la cama, con la cara apoyada en una de sus rodillas desnudas, miraba los peces de mi pecera sin decir nada. Yo la apreciaba, recostado, bajo los influjos del sol de un mediodía de jueves. Su figura se evaporaba en cada contorno, siendo los codos tan blancos como el cuello y tan trasparentes como el agua en el que vivían mis peces. Uno de los instantes en los que me distraía observándola sentí el apremiante impulso de abrazarla por detrás, antes de que su esbeltez desleída saliese por la ventana a danzar con los rayos del astro rey.
Un mechón de pelo cayó preso de los lunares de su columna vertebral cuando ladeó la cara. Me rozó la mejilla con los dedos y preguntó:

- ¿Cómo se llaman?
- ¿Los peces? No les puse nombre.
- Qué cruel. No podrás enterrarlos como es debido si no tienen nombre.
- Muy bonito, ya los estás matando. Además, son sólo peces, se tiran por el váter.
- No, se entierran en cajitas de cerillas.

Se giró, y cuando estuvo frente a mí, me sostuvo la cara entre las manos y con la mirada más intensa que le había visto me pidió que le prometiese que los iba a enterrar. Antes de que pudiese responderle saltó de la cama y se perdió por el pasillo. Resoplé y volví a recostarme. Nunca vi a nadie tan distante, tan abstraído. Cuando su ropa interior era negra, roja, rosa, celeste, beige, o de cualquier otro color, ella no era mía. Porque sólo cuando la adivinaba blanca debajo de su ropa, sabía con certeza que entraría en mi habitación. Y aun estando en mi mundo, su mente no dejaría de vagar por el suyo, a millones de años luz de donde estábamos.
Volvió con un paquete de pan bimbo y se dispuso a partir media rebanada en trocitos minúsculos.

- Por dios, amor, son peces.

Se volvió como impulsada por un resorte al escuchar el "amor" y tras la frialdad inicial consiguió formar una sonrisa a medida que sus pómulos se sonrojaban. A veces nos pasaba que acostumbrados a la rutina de las parejas normales confundíamos términos. La vorágine nos arrastraba, y ya no discerníamos entre lo real o no. Las palabras se mezclaban con el sexo y los sentimientos tomaban el cariz de un 14 de febrero tardío. Después retrocedíamos y guardábamos un estricto autocontrol hasta que el otro con pasmosa naturalidad hacía como si no hubiese pasado nada. Ninguno quería romper el pacto non nato que nos arrastraba a los brazos del otro, ni quebrar la confianza de la relación funambulista que se paseaba de tanto en cuando por la cuerda del circo de nuestras vidas.

- Son peces sin nombre, y se merecen un poco de cariño. Cállate o acabarás comiéndote su comida.

Me sacó la lengua, a la vez que terminaba de echarle el pan a mis mascotas sin identidad y se abalanzaba sobre mí. Recordé entonces que su ropa interior era blanca y se la quité rápidamente por miedo a descubrir que se acercaba más al color hueso o al crema.
Embebidos ya el uno en el otro, con la respiración agitada, y recostados buscando algo de aire sereno, abrió los ojos pese al cansancio:

- Batman y Wonder Woman.

La miré y rompimos a reír.


Aunque su calor ya no se me enredase en los rizos por las noches y sólo hablásemos por cortesía, cuando Batman y Wonder Woman murieron, la llevé en coche a un campo en las afueras de la ciudad, cerca del río.
Se agachó, con su cajita de cerillas en una mano, y con la otra empezó a desenterrar la tierra húmeda que yacía yerma a sus pies. Cuando me agaché a enterrar la mía no pude acertar si lo que corrían por sus mejillas eran gotas de lluvia o estaba llorando porque había entendido que pese a llamarlos con nombres de superhéroes, aquellos pobres peces no fueron capaz de recomponer una historia en la que el color de la ropa interior se anteponía a los sentimientos.

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