martes, 15 de febrero de 2011

*[Caídas mortales]*


Abrí los ojos con su nariz pegada a mi pómulo izquierdo. Me gustaba dormir en el lado de la pared, y aunque a él también, siempre me lo consentía, como cuando al terminar de comerse un pastel me había guardado el centro. A veces le dejaba a él en esa parte de la cama, pero despertaba en mi sitio. Ya no tenía la sensación de extrañeza al levantarme entre aquellas cuatro paredes que me acuciaba al principio. Me había acostumbrado a convertir su cuarto en mi refugio.
La luz de la luna incidía de lleno en su rostro, aportándole un color blanco mortecino. Me recordó a la nieve cuando cae suavemente en la montaña, y pese a ser verano sentí frío. Le acaricié un rizo con cuidado de no tocar su piel para no congelarme los dedos y salí de puntillas al salón. Abrí el balcón y me senté en la mesa de cristal sin hacer ruido. Las estrellas en vacaciones suelen parecer más grandes. Me imaginé saltando de una a otra, de forma aleatoria, intentando descubrir que había más allá, donde los satélites no llegaban y los telescopios perdían su visión. Lo cierto es que me daba miedo caerme de alguna de aquellas estrellas aun sabiendo que en el espacio no había a donde caer. Por eso preferí pensar en otras cosas.
Así, sin más, aparecieron en mi mente recuerdos obsoletos, los cuales me había encargado de encerrar tiempo atrás. Le oí a él, como un eco, llorando. Pidiéndome perdón por no amarme. Porque no le salía, no por mí, por él. Y me oí a mí, o más bien todo lo contrario, porque yo optaba por guardar silencio. Después me presentaba en su casa, pidiéndole que me hiciera el amor, tal vez para olvidar que era una niña y eso no me correspondía. Quizá porque mientras me hacía el amor lo frío de sus ojos se contaminaba de lascivia, o tal vez porque mientras me hacía el amor olvidaba, simplemente, que para él era tan insignificante como lo soy para el universo.
Él siempre me reñía por ser tan distante, pero no sabía cómo explicarle lo difícil que es encontrar una mota de polvo, tan diminuta e innecesaria, en medio de la galaxia.
El ruido de la puerta del pasillo me sacó de mis elucubraciones. No necesité mirar atrás, conmigo sólo estaba él. Se sentó a mi lado, y me miró calculando la distancia a la que debía aguardar. Por lo general, no me gustaba que la gente me tocase. Las personas tocan por conveniencia, y a mí eso me da asco. No es el tacto, sino el gesto. Los abrazos me recuerdan a las boas constrictoras y los besos a los pactos con el diablo. No me gustaría vender mi alma sin entrarme. En particular, con él pasaba lo contrario: me agradaba tenerle cerca. Enmarcado en su cuerpo se mimetizaba en el mío y perdíamos los límites impuestos por la física teórica para, en la práctica, fundirnos el uno con el otro. Él me ponía sobre sus pies para que no pisara descalza el suelo, y así danzábamos por la vida. Bueno, danzaba yo, porque aprendí a andar sobre sus pasos y a no saber caminar sola.

-         - ¿Estás mirando las estrellas?- me preguntó dubitativo.
-         -  No, me da miedo.

Vi cómo se debatía entre sus ganas de cogerme o lo correcto de quedarse donde estaba. Si algo adoraba de él era que, siendo totalmente incorrecto, acertaba. Me sentó en su regazo y me quitó el cabello del cuello. Cuando ya había saciado su necesidad de olerme pareció serenarse.

-          -¿Miedo?
-         -  Están muy altas- dije esquiva.

Notó mi adversidad a su roce y se tensó alerta. Le daba pánico enfadarme, le daba pánico perderme en mi propia madeja mental, le daba pánico no saber qué pasaba por mi cabeza; sin embargo, confiaba demasiado en su capacidad de improvisar e hizo lo que mejor se le daba por entonces: entenderme. Con la punta de su nariz recorrió mi cuello, mirándome al final del trayecto con esos ojos de exculpación que tanto hacían que a mí me entrasen ganas de huir a la vez que me quedaba.

La carne es débil y la mía es frágil. Todas esas llamadas quedaban tan lejos de nuestra burbuja que decidí no preocuparme. Apoyé mi cabeza en su hombro y contemplé las estrellas. Tenía que vivir el presente y no intoxicarme del pasado corrosivo que subrayaba en color púrpura lo que entre los dos se discernía. Además, sería ridículo temer a algo que ya ha sucedido teniendo por delante la extensión de un futuro en el que, sin duda, acabaría cayéndome de las estrellas.

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