sábado, 12 de febrero de 2011

*[Desconocida confianza o Cómo agrupar la valentía en un escrito]*

A ella le gustaban los espacios temporales, por eso al llegar la encontré sentada en un taburete, con los pies colgando, haciendo barquitos de papel. Me saludó con una sonrisa propia de cuadros, pero no supe catalogarla, pues rozaba la melancolía y rebanaba la sinceridad.
Me senté a su lado, pedí una copa y me encendí un cigarrillo. La curiosidad de sus ojos se me anticipó:

- Tranquila, no es tu culpa.

Las palabras se le enredaron en los labios, y a punto estaba de reconvenirme cuando prefirió guardarse sus opiniones. Pensaba tocarle los labios, para silenciarla, pero ya se había callado. Quería recordar los surcos de su piel carnosa, sin embargo, me daba miedo impregnarle del aroma del tabaco.

- Me encanta desconocerte - dijo agazapada sobre si misma.
Aún se me erizaban los pelos cuando la percibía tan pura lejos de la mierda de mundo en la que me movía.
- ¿Por qué?- atiné a preguntar.
- Porque es bonito volver a recordarte cada vez que te veo.

Sus palabras me asestaron un golpe en el costado. Mientras removía con la pajita su refresco, yo me diluía en sus ojos para acabar derritiéndome con los hielos de su té helado. ¿Recordarme? Yo la recordaba cada día, bien fugazmente, bien prolongadamente. Sus manos me acariciaban mientras paseaba por la calle, como si fantasmas me hiciesen despertar de un trance. Sus pelos ondeaban tras cualquier farola, como cuando jugaba al escondite tras mis sábanas, sorbiendo un poco más mi olor e impregnando el suyo en mi almohada. Pero no podía decírselo, ni el alcohol me daba fuerzas para agarrarla y pedirle, por favor, que aparcase la distancia entre los dos debajo de su falda, o al fondo del zapatero de su cuarto.

- Querías hablar de algo- dije recomponiéndo mi máscara.
- Sí, me voy. Quería que fueses el primero en saberlo.
- Hace meses que no te veo.
- Lo sé. Por eso no me acordaba de ti.
- No obstante, te has acordado de mi.

Terminó su bebida, apagó mi cigarro y me cogió de la mano. Cuando salimos fuera, lejos del humo y el ruido, pude percibirla bajo la luz de los bares de mala muerte. Las recuas de los pliegues de su vestido ahondaban por el pasado, avisándome de lo mucho que iba a echarle de menos. En mi condición, la olvidaría empezando por perderme en las medias de las otras, y la volvería a tener presente cuando en mi casa oliese a desayuno de domingos. Pero siempre me quedarían los cafés al atardecer grabados en la retina.
Podría haberle besado. Los besos significaban poco para ella. En su mundo interior, las caricias sólo tenían la valía de las monedas de cambio necesarias para vivir. Los besos, por el contrario, eran como estrellas asiáticas. Si la hubiese besado, me habría ido con un último sabor a miel podrida y ella con la acritud del sabor del tabaco.

- ¿Sabes por qué me gusta desconocerte? - suspiró mirándome a los ojos y soltándome las manos - Porque me enseñaron a no amar a desconocidos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario